La sabiduría de los límites

La publicidad nos encierra a diario en una espiral de consumo, con la falsa promesa de lo ilimitado. Sin embargo, los límites condicionan nuestras acciones y nuestro existir.

Desde el momento en que despertamos y nos levantamos de la cama hasta el instante en que nos acostamos y cerramos los ojos al final del día, recibimos unos 6 mil impactos publicitarios. De algunos somos conscientes, de otros no (se trata de publicidad subliminal). Son disparados desde las diferentes pantallas, buscadores y redes sociales a las que accedemos, desde la televisión, desde la radio, desde las carteleras callejeras, desde medios impresos (diarios, revistas, volantes, folletos, etcétera). Según las diferentes empresas que estudian este fenómeno, cada 10 segundos nos llega un mensaje publicitario. De todos ellos, al terminar la jornada solo recordaremos 18. Somos, como se ve, codiciadas presas de caza y también blancos móviles, continuamente ametrallados por estímulos que nos incitan a comprar y consumir.

Si nos detenemos a desmenuzar esos mensajes, vamos a descubrir cuáles son las palabras y frases que más se repiten, aquellas en la que más insisten: “sin límites”, “ilimitado”, “ilimitada”, “no te lo puedes perder”, “no te quedes afuera”, “puede ser tuyo”. Tal repetición crea en nuestro inconsciente un sedimento, la creencia de que no hay límites para nuestro deseo. Por otra parte, abunda la información científica y tecnológica que nos promete (sin que termine de cumplirse la proposición) el fin de tal o cual enfermedad, o de todas, la posibilidad de extender la vida infinitamente, la anulación de las distancias gracias a una velocidad que superará a la de la luz y a la del sonido.

Publicidad subliminal que alimenta la creencia de que no hay límites para nuestro deseo. A su vez, vemos aparecer a diario nuevas actividades y deportes que se basan en el desafío de superar límites físicos y psíquicos. También libros, películas e historias “ejemplares” de personajes que se suponen “inspiradores” porque fueron “más allá” de los límites, los vencieron, los superaron.

Sin embargo, los límites existen, existieron y existirán. Somos seres limitados por naturaleza. Nuestro primer condicionamiento es la finitud. Moriremos. No importa lo mucho que vivamos, moriremos. Y ese límite no se puede traspasar. Su existencia hace que valoremos la vida, que procuremos que no se nos vaya en banalidades, sin propósito y sin sentido. Es un gran límite, existencial y orientador. Claro está que, asumirlo, requiere madurez psíquica y emocional, y coraje espiritual. También una enorme dosis de humildad. No es lo que abunda en este mundo y en estos tiempos, de manera que se reproducen las ofertas de vías de escape para huir de la angustia existencial y para simular que podemos atravesar el límite primordial, el del tiempo.

Somos seres limitados por naturaleza. Asumirlo, requiere madurez psíquica y emocional, y coraje espiritual. También una enorme dosis de humildad.

Rodeados de placebos

Los placebos se disfrazan de muchas maneras: tratamientos médicos y quirúrgicos, manipulaciones del propio cuerpo, modas, dietas, drogas, adicciones, relaciones tóxicas, obsesiones, compulsiones, workaholismo (y otros ismos), consumo voraz de productos y bienes materiales, inmersión en redes sociales, juegos y pantallas hasta reemplazar realidad por virtualidad.

Presencia de los límites

Hay límites de diferentes tipos. Geográficos, orgánicos, de salud, económicos, sociales (normas, reglas, leyes, edictos, protocolos, convenios), morales (lo que se debe y lo que no, los que imponen los valores), internos (lo que podemos y no, lo que sabemos y no, lo que consideramos no negociable, nuestros principios íntimos), los que suponen la presencia del otro (la intimidad, la privacidad). Debe haber límites en las relaciones de pareja. Y en la crianza de los hijos: quien cría sin límites desprotege, deja a sus hijos a merced de los límites (a menudo duros) que pondrá la vida. 

El pensador indio Jiddu Krishnamurti (1895-1986) sostenía que “la libertad consiste en reconocer los límites”. Es una profunda verdad. Aceptar que no se puede todo nos obliga a elegir. Cada vez que elegimos resignamos, tomamos un camino y desechamos otro. Toda elección tiene una consecuencia (esta es una ley inviolable, como las leyes de la física) y quien elige debe afrontar la consecuencia. No hay culpables, sí responsables. Finalmente, quien asume que hay que elegir y lo hace dispuesto a responder por los efectos de su elección es libre, porque es dueño de su acto, de su decisión. Quien no acepta el límite intentará traspasarlo, generará consecuencias negativas para sí y para otros y, como suele ocurrir, lejos de asumir la responsabilidad atribuirá la culpa a alguien que no es él. O a la suerte. O al destino.

Nadie puede solo

El intento de transgredir los límites es ancestral en la humanidad. En la mitología griega (ese tesoro inagotable) está presente la hubrys. El pecado de soberbia en el que, según esos sabios relatos, caen quienes quieren imitar o desplazar a los dioses yendo más allá de los límites, alterando el orden natural del cosmos y desatando el caos. Desde el Olimpo llega entonces Némesis, la diosa de la venganza, para castigar a quien se propasó y restaurar el necesario equilibrio cósmico. Las formas y ropajes de Némesis son infinitas, y como los mitos son eternos, puesto que constituyen historias arquetípicas, podemos verla aparecer también hoy, sin prisa y sin pausa, en toda acción individual o colectiva en que el rechazo a los límites la convoque.

Cuando aceptamos los límites, dice el sacerdote benedictino alemán Anselm Grün en su libro Límites sanadores, podemos valorar lo que tenemos. Querer traspasarlos nos saca del aquí y ahora. Por otra parte, desoír y despreciar los límites crea una sensación de omnipotencia, de autosuficiencia. Pero nadie, por fortuna, es autosuficiente.  Todos necesitamos de alguien y alguien necesita de nosotros. Para poder acudir, para poder acercarnos, necesitamos, como dice Grün, traspasar el único límite que nos está permitido rebasar. El que nos impide llegar al prójimo, o que él llegue a nosotros. La mayoría de las veces ese límite está adentro de nuestra mente o nuestro corazón. Es invisible. Como es también el que debemos poner ante el otro para que el acercamiento sea verdadero y no una invasión.

Debemos aprender a preservar y señalizar nuestro límite, dice Grün, porque el otro no puede adivinarlo. Será nuestra conducta la que lo indique. “Cada uno es responsable de su propio límite”, escribe el sacerdote. Y es responsable de reconocer los del otro, los del mundo y los de la vida. Los límites son sagrados, aunque nos inciten a profanarlos.

Por Sergio Sinay, especialista en psicología

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